La estantería del historiador

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YO TUVE LA FORTUNA DE CONOCER A UN HÉROE SENCILLO

En la muerte de José Antonio Ramos.

Un correo electrónico en algunas ocasiones te deja sin palabras y hace que los recuerdos desfilen ante tus ojos. Nunca le agradeceré lo suficiente a Néstor que, en momentos de dolor, se haya acordado de mí. Gracias a él puedo dar el último adiós a uno de mis más valientes y admirables Soldados de Hierro, José Antonio Ramos, voluntario de la División Azul, herido muy grave en Krasny Bor, once años preso en los campos de concentración soviéticos, Vieja Guardia de la Falange, miembro de la Acción Católica; el hombre al que Garcia Rebull, en unas notas reservadas sobre el comportamiento de los soldados españoles cautivos, añadiría de su puño y letra la calificación de «muy bueno» que solo tuvieron unos pocos, porque el «pequeño Ramos» fue allá, donde más difícil lo era, un héroe a diario.

Hace muchos años, casi tres décadas, un viejo amigo ya fallecido, Alejandro, me dijo: quieres conocer a un valiente. No lo dudé. Unos días después me encontraba con José Antonio. Y allí con una grabadora de cinta de por medio -alguno de mis lectores ya ni sabrá a lo que me refiero- me fue desgranando su vida, narrándome una década de sufrimientos que habían quedado en su memoria. Todavía le dolían las heridas de Krasny Bor, cuando al caer prisionero, pese a saber y ver que los rusos remataban a los que no podían andar -un año antes los prisioneros eran directamente pasados por las armas-, quería poner fin al sufrimiento de una muere lenta, pero su teniente, Honorio, no le dejó, le ayudó a continuar arrastrándose, pero sin caer.

José Antonio era un hombre de tremenda fe. Me recordaba la persecución, la vida en la Murcia roja, su participación en la liberación de la ciudad antes de que entraran los nacionales. Aquel chico de la Acción Católica de Santa Eulalia nunca perdió la fe. Me confesaba que él nunca creyó que pudieran salir del cautiverio en los campos de concentración soviéticos, pero nunca perdió su fe, allí rezaba siempre. Para mí que Dios le dio fuerzas. El pelo se le quedó prematuramente blanco y los presos le llamaban «el profesor». En dos o tres ocasiones me relató el «favor» que le hizo un médico en el campo llegándole a diagnosticar tuberculosis. Lo hizo para intentar alargar su supervivencia y volvió a España creyendo que tenía una enfermedad que entonces se consideraba casi mortal. Poco después volvió a tener noticias de aquel doctor alemán que le explicó lo acontecido: «y yo en aquel hospitalillo, conviviendo con los esputos y utilizando las mismas cucharas. Lo que no sé es cómo no enfermé de verdad».

José Antonio fue de los primeros en alistarse. Algunos no creían que tuviera el valor para hacerlo. Le decían, dada su religiosidad, que «olía a cera». Pero el pequeño Ramos consiguió plaza y acabó en la 4ª Compañía del 263, era de los más jóvenes. Había recuperado sus estudios de peritaje y con su hoja de servicios tenía abiertas todas las puertas, pero…

A finales de marzo de 1943 ya estaba en el lugar de concentración para volver a España, habían dejado aquellos hombres sus equipos de invierno. El general Esteban Infantes ordenó retrasar la salida ante el inminente ataque soviético en Krasny Bor. La situación de la División Azul, situada en el punto de ruptura, era crítica. Dicen que se pidieron voluntarios entre los que iban a volver y Ramos volvió a su unidad sin botas de invierno. En la noche del diez de febrero su compañía avanzó, su capitán resultó mortalmente alcanzado. Al ver al pequeño Ramos el teniente Martín le ordenó que cogiera las botas del capitán: «yo no quería, pero Martín no cejó… aquellas botas irían conmigo». En aquel avance quedaron cercados formando en cuadro con las máquinas apuntando a los cuatro puntos cardinales hasta quedar sin munición.

Dura muy dura fue la vida en los campos, pero nunca percibí en su relato odio o resquemor. Incluso con aquellos otros españoles, alguno de su propia provincia que le tomó especial inquinia, desertores o antiguos republicanos, que fueron sus guardianes. En una ocasión le pregunté por aquellos hombres. Me dijo: «no quisiera yo…» Y desconecté la grabadora. Guardaba muchos secretos porque fue de los insobornables, hasta tal punto que Muñoz Grandes, una vez en España, le llamó en varias ocasiones, tenía que prestar declaración sobre el comportamiento de los oficiales. Me consta que fue sincero, que contó lo que había vivido aunque desmitificara a personas. Le ofrecieron puestos de confianza, que se quedara en Madrid… pero quería seguir en Murcia, volver a la vida, recuperar los años perdidos, formar una familia… pensó en retomar sus estudios pero se veía muy mayor por lo que en 1954 iniciaba su carrera profesional.

En varias ocasiones las lágrimas asomaban a sus ojos y teníamos que parar porque se hacía realidad todo lo sufrido. Me relataba el dolor de su madre primero cuando se dio por vencida y admitió la muerte -conservaba su esquela-, después la alegría de saber que estaba vivo. Guardo copia de unas fotografías, como la que ilustra este recuerdo, de su retorno: en Barcelona con su padre y su hermano. Fue un encuentro entre el padre y el hijo, conmovedor hasta tal punto que aparece en el reportaje realizado por NODO, Retorno a la patria, de la llegada del Semíramis. Una fotografía en la que su padre le coge la cara con las dos manos, con los rostros desencajados, fue premio periodístico. La última vez que le vi lamentaba haberla perdido. Yo le había localizado algunos documentos y le prometí encontrarla. Finalmente la conseguí pero no he podido entregársela. Tengo otra foto de aquella noche en Barcelona de los tres, el padre con sus dos hijos, y lo trascendente es que los rostros siguen desencajados: «mi padre me cogió la mano y no me la soltó hasta que llegamos a Murcia».

Retornó con sus compañeros como un héroe. Las Juventudes de la Acción Católica con su estandarte al frente fueron a recibirle en el límite de la provincia. A hombros entró en la Catedral y él, pese a su natural modestia, gritó a pleno pulmón: ¡Viva Cristo Rey! Y allí estaba su madre. También guardo varias fotografías, simiente para un nuevo libro, de aquel encuentro de la madre con el hijo. Había guardado como un tesoro sus cartas y sus postales.

En una ocasión le acompañaba una de sus nietas. Yo le comenté ¿sabes que tu abuelo fue un héroe? Y él, naturalmente, sonreía con su proverbial no fue para tanto. Deberían haberle dado la Medalla Militar Individual, pero… En mi última visita musitaba: «yo ya quiero descansar». Me admiraba su serenidad al decirlo como hombre de fe que sabe que la vida comienza después. Se ha ido rodeado de los suyos -como a todos nos gustaría marchar-, tranquilo y sereno, diciendo que iba a ver a sus padres.

Queda para su familia el ejemplo, su vida, su dedicación. Para mí, además del recuerdo, la gratitud por compartir retazos de su vida conmigo. Sus confesiones: en realidad los que resistimos siempre fuimos muy pocos; y me recitaba los apellidos como una letanía bien guardada para que yo no olvidará su testimonio.

El testimonio sin importancia de las heroicidades: como aquella huelga de hambre en el campo de concentración soviético mantenida durante días, con torturas para hacerles comer a la fuerza, en la que a pesar de llegar a la debilidad suma, cuando los rusos pusieron bidones con comida caliente a las puertas de la barraca se levantaba para ir a tirarlos al suelo. Testimonio de la desesperación de ver a quien en el hospitalillo llegó a cortarse las venas a mordiscos. Testimonio de un resistente que no se rindió el día que fue hecho prisionero. Testimonio a veces increíble de ir a trabajar cantando el Cara al Sol -«a los rusos les entusiasmaba hacernos cantar»- hasta que alguien explicó al jefe comunista qué era aquella canción -«nunca más supimos de él-.

José Antonio, allá donde estés, desde estas líneas, desde las páginas que las acojan, un lacónico ¡Presente!; cinco rosas y una oración. Eso es todo y es mucho. Eso sí, quedamos en el cielo para que me sigas contando cosas.

HASTA EL CIELO, DON CÉSAR

Reconozco que se me hace muy duro despedirme hasta la eternidad de viejos amigos, de los que, pese a la distancia, hemos permanecido unidos por ese lazo indisoluble e imperceptible de la camaradería, ese espacio donde los títulos y la edad se difuminan; de aquellas personas que de un modo u otro han tenido algún papel en mi vida. Siempre crees que nunca va a llegar este momento, que somos casi eternos.

Hace unas semanas un correo de Rafa, su hijo, me advertía de la difícil situación de su padre pese a que había salido de una nueva operación. Hoy don César, nunca me acostumbré a llamarle de otro modo, nos ha dejado y somos todos un poco sus huérfanos. Sin su obra, silenciosa y a veces silenciada, probablemente algunos hubiéramos dejado la trinchera de la lucha por la verdad, pero él era un ejemplo y un acicate.

La última vez que hablé con él fue hace unos dos años. Ya la enfermedad había hecho presa en él, muchos de nosotros probablemente sólo éramos ya ráfagas del recuerdo. En mi archivo guardó varias de sus cartas, las más antiguas, de cuando empecé mi carrera como historiador. Debió ser allá por el año 1985 ó 1986 cuando le conocí. Don César se había vuelto a alistar en la División Azul, aunque siempre había pertenecido a la Hermandad. Como si fuera el mismo recluta falangista de aquel cuartel militar donde se sumó a la que sin duda fue la mayor aventura de su vida para formar en la 14ª Compañía del mítico y laureado Regimiento 269. He buscado inútilmente una foto que me dio en la que aparece junto con otros voluntarios en Sevilla, dispuestos para partir para ilustrar estas notas, pero no sé dónde para. En mi recuerdo eran casi la misma persona, como si el tiempo le hubiera retenido ahí.

Cuando le conocí había vuelto a ser divisionario de primera línea porque no quería que la historia de sus camaradas cayera en el olvido. En realidad nos habíamos visto un par de días antes en el Servicio Histórico Militar, entonces en Madrid, en unas rudimentarias mesitas. Allí estaba don César que con mil y una triquiñuelas, con mil y un favores, y con mil y una ayuda había conseguido que le fueran subiendo papeles que prácticamente nadie había hurgado desde el retorno de Rusia. Estaba obsesionado con la localización de los nombres de todos y cada uno de los caídos de la División y empeñado en que sus restos volvieran a España. Don César recorría los archivos militares y administrativos, fotocopiaba sin descanso para rehacer el archivo de la División Azul, para poder documentar la historia de unos hombres olvidados. Ese era su compromiso.

Creo que nos caímos bien desde el principio. No era sencillo. Hablo de los años ochenta con el socialismo en el poder y la desconfianza a flor de piel a la que se añadían las muchas rencillas entre quienes teóricamente compartían un mismo credo. Don César al igual que Luis Nieto desde el principio ayudaron a este jovencito que venía de provincias porque se le había ocurrido hacer su tesina de licenciatura sobre los voluntarios murcianos, lo que en aquellos años era desde luego una ocurrencia. Hasta me invitó a cenar en su casa y conocí a su hijo Rafa al que desde entonces me une una profunda aunque lejana amistad. Pero no sólo eso, don César estaba empeñado –sus empeños eran continuos- en rehacer las Hermandades, en volver a alistar a los divisionarios de provincias, en dar un nuevo impulso. Recuerdo que conseguimos que en una de las primeras Semanas de Cine Español que se organizaban en Murcia se proyectara un documental de la División Azul. Don César vino a presentarlo y después tuvo una reunión con los universitarios en un Colegio Mayor. Eran sus primeras intervenciones públicas. Allí en un salón, sorprendentemente, se encontraron los viejos camaradas; hombres en algún caso impedidos pero con el mismo espíritu. No pudo evitar emocionarse cuando desgranando la historia de los caídos sin historia dejó constancia de la falsedad de un divisionario que por tener papeles en el cine afirmaba que allí sólo fueron a jugar a las cartas. He visto a muchos divisionarios emocionarse y dejar asomar las lágrimas de indignación ante el menosprecio al sacrificio de sus camaradas.

Mi agradecimiento imperecedero a don César necesitaría páginas y páginas. Cualquier cosa que le pidieras te la facilitaba: “¡Toma, llévatelo y cuando lo termines me lo mandas!”. Era generoso y desprendido porque lo importante era difundir la historia de la División y no quién lo hiciera. Es una lección que algunos hemos interiorizado.

Al hilo de estas líneas rememoro el contacto frecuente que tuvimos durante cerca de dos años. Cuando se enteró de que preparaba un coleccionable para el 50 Aniversario de la División Azul me llamó. Andaba entonces empeñado en recuperar las fotos divisionarias. No reparó en el dinero que aquello le suponía. Todavía no existían los escáner y los ordenadores personales no estaban a la orden del día. Yo con mi máquina de escribir tenía que hacer los capítulos y enviarlos a la editorial y a don César. Él los leía y buscaba las fotografías más apropiadas para cada capítulo. Don César siempre fue la exactitud y le exasperaban las publicaciones en las que este aspecto fundamental no se  cuidaba. Sé, porque luego me lo contaban, que semana a semana se iba a la editorial con sus fotos para pasarlas a los fotolitos y que todo saliera perfecto. Él quería publicar un gran libro de fotografías pero entonces los tiempos no estaban para ello.

Junto con un puñado de divisionarios dio vida a la Fundación. Ésta debía de ser el gran legado colectivo. Aún guardo el título de miembro honorífico de la misma y la medalla que me entregaron. En uno de mis viajes visité con él las obras que estaban llegando a su fin de los nuevos locales y del museo. Era un gran proyecto. Si no recuerdo mal en dos ocasiones don César me llamó para que diera una conferencia en aquellos locales. Una fue sobre los prisioneros y allí estuve teniendo en frente a los protagonistas de lo que yo estaba contando. Don César se había convertido en una pieza esencial de aquel proyecto. Cuando alguien quería investigar sobre la División le remitíamos a él. Ignoro cuántos trabajos han visto la luz merced a ese empeño. De su labor como historiador queda un sinnúmero de trabajos publicados en el boletín Blau División.

No sería justo conmigo mismo sin dejar constancia de los sinsabores, del dolor y de la incomprensión porque una parte de su obra se quedó en el camino cuando, incomprensiblemente para algunos, se decidió ceder aquel impresionante museo, lleno de recuerdos de divisionarios, al Ministerio de Defensa para que duerma el sueño de los justos en los almacenes del silencio; cuando parte de aquel enorme esfuerzo de documentación ande en parte en paradero desconocido. Él tenía suficiente con haber cumplido con el deber que se había autoimpuesto. Con haber contribuido a conmemorar con todos los honores el 50 Aniversario de la salida de la División Azul en antiguo cuartel del infante don Juan; con haber contribuido a que por fin los caídos de la División Azul pudieran volver o encontrar un lugar digno donde aguardar la eternidad; con haber hecho realidad el sueño de que en el cementerio de la Almudena los caídos de la División Azul tengan un monumento. Cosas de las que tantas veces me habló don César. Sin embargo, pese a pequeños detalles de su alistamiento, nunca conseguí que me contara sus andanza por el frente, para él eran cosas sin importancia.

Ahora, César Ibáñez Cagna, se nos ha ido. En nosotros queda la imagen de aquel caballero alto y delgado que siempre fue. Allá, en lo alto, habrá sido recibido por sus camaradas y, con seguridad, el “mejor” le habrá otorgado la Palma de Plata que sin duda se merecía. Yo me quedo con el sentido abrazo que cada año me daba cuando yo intervenía los veinte de noviembre en la Plaza de Oriente.

Un lucero para José María

Mi recuerdo de José María Ortín Cano es imborrable. Calles de Platería y Trapería. Siempre con sombrero y en el ojal de la chaqueta la insignia divisionaria. Nos conocimos hace casi treinta años. Recuerdo, como si fuera ayer, nuestras conversaciones en la antigua Hermandad de los Alféreces Provisionales. Alguna guardo en cinta magnetofónica. Estuvo siempre por encima del correr de los tiempos. Nunca quiso doblegarse. Me decía, hace menos de un año, sentado en el sillón de su casa, que siempre en su despacho de la antigua organización sindical tuvo una orla donde figuraban todos los voluntarios de la capital murciana hasta que se jubiló ya muerto Franco y transmutado el signo político. Nunca le estorbó aquello de lo que se sentía profundamente orgulloso.

José María nos ha dejado.  Tenía noventa y cinco años, pero la última vez que le vi seguía tan animoso como siempre y no mucho antes mantenía la voz de una de sus más preciadas aficiones, el canto. José María fue de los que con el coro aguardaba dentro de la catedral murciana para la misa cantada que se ofició cuando sus compañeros divisionarios, presos en el GULAG, regresaron a Murcia en 1954.

Recuerdo cómo se emocionaba cuando me relataba el día que regresó del frente ruso. En su pueblo, Guadalupe, una pequeña localidad de extrarradio de Murcia, le recibieron con cohetes y banda de música. Era un héroe local: “me llamaban el caudillo porque dicen que me parecía a Franco”. De allí habían salido tres voluntarios. Tres amigos que decidieron marchar a la División Azul: “estábamos en un bar por la tarde y no recuerdo quién dijo ¿nos vamos a la División?”. Dicho y hecho. Los tres, José María, César, Ángel, fueron seleccionados. José María era un hombre de profundas convicciones religiosas, como lo era su amigo Ángel. Los tres fueron a Rusia a combatir al comunismo. José María ya lo había hecho durante la guerra civil. Consiguió llegar a las filas nacionales. Fue herido y condecorado.

En Rusia, casi con remordimiento, me contaba “me mandaron a la Plana Mayor, a pechar con dos caballos, ¡como era un chico de huerta!. Pero aquellos caballos estaban resabiados. Yo creo que sólo entendían el alemán”. No estuvo en primera línea. Sus andanzas en el frente discurrieron por la retaguardia lo que le permitió conocer al pueblo ruso, hacer amistad con aquellos hombres: “acudía a los pueblos a buscar suministros, patatas y esas cosas… iba confiado con mi carro… Fíjate que casi nunca llevaba el arma dispuesta. Iba tirada con las otras cosas”. Recordaba con amargura a un chico del SEU que no pudo resistir la dureza de los combates, las penurias, y que intentó desertar. Le fusilaron. Y a ellos, voluntarios falangistas, les dio un escalofrío de dolor por aquel camarada. Aficionado a la fotografía era uno de los divisionarios con cámara, aunque con el paso del tiempo muchas de esas instantáneas se perdieron: “Fotos en las noches blancas haciendo guardia”. Entre las que conservaba algunas del tiempo de descanso. Como si no hubiera guerra: bañándose con los amigos en el río, montando a caballo en bañador.

Siempre recordaba a su amigo Ángel. Caído en el frente por una bala perdida el mismo día que había notificado a su madre que volvía mientras buscaba un regalo para su novia. Quizás por eso conservaba la foto que se hizo ante la tumba del amigo y el camarada para traerla como testimonio a España. Lamentablemente no pude decirle que el cuerpo de Ángel hoy reposa en Pankova. José María también dejó a su novia. Se enteró después que se había ido.

Se encrespaba cuando alguien decía que los voluntarios fueron a Rusia a la fuerza: “yo no conocí a nadie que fuera obligado, algunos muchos años después han dicho…” Me relataba la discusión que un día tuvo con alguien que afirmaba que fue a la fuerza desde el cuartel de artillería de Murcia. Y ante la vehemencia de José María el individuo tuvo que reconocer que pidieron voluntarios y él, como muchos, dio el paso al frente y luego le seleccionaron. Naturalmente acabó alegando que “cómo no iba a dar el paso al frente en aquella época”. Hace menos de un año me decía: ¿qué pocos quedamos?”. Estábamos repasando unos listados de la Hermandad Divisionaria de Murcia.

Hoy José María, setenta años después, se habrá vuelto a encontrar con Ángel. Se habrán dicho tantas cosas. José María nos ha dejado con el orgullo de haber servido en las filas de la División Azul. A buen seguro que su fe falangista habrá hecho brillar un nuevo lucero.

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