La estantería del historiador

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ANSÓN, entre el plumero de la desmemoria y la obsesión anti-Franco, o cuando manipular se hace vicio.

De vez en cuando, aunque con plomiza insistencia, Luis María Anson, ese alabado periodista egregio, se acuerda de que le toca exaltar a su añorado Juan III, que ni fue rey -por más que se empeñe en presentarlo casi como rey en el exilio- ni por tanto fue III. Suele hacerlo preñando la historia de olvidos y verdades a medias, que son, en las más de las ocasiones, las mayores falsedades; olvidos que conducen a mitologías y falsificaciones. Y Anson es el último mitólogo de la Monarquía actual y el único que cree en el mito de don Juan.

Leo con retraso de un par de días una de sus «canela fina» cuyo augusto título es «Juan III, Juan Carlos I, Felipe VI», publicado en las vísperas del aniversario de la Victoria nacional -como el corrector automático me corrige para utilizar la mayúscula inicial así lo dejo- en la guerra civil. Vuelve Anson a lo de siempre, meterse con su odiado Franco, «EL DICTADOR», así, escrito con mayúscula superlativa no se nos vaya a olvidar, para ensalzar a un don Juan que defendía una «monarquía de todos». Entiendo que democrática, aunque él utilice la más ajustada definición de «parlamentaria» -la monarquía no es una institución en sí misma democrática, no es electiva sino hereditaria y eso es para la mayoría, menos para los monárquicos, poco democrático-. ¡Claro que eso de que don Juan defendía una monarquía como la danesa o la sueca desde siempre es mucho decir! Digamos que durante mucho tiempo solo fue demócrata liberal a ratos y que durante no pocos años fue más antiliberal que otra cosa, pero ese vicio, el de ser antiliberal, también lo tenía el joven Anson partidario de don Juan, aunque se le haya olvidado o lo considere un pecado de juventud (¡Entonces eran tantos los monárquicos aquejados del mismo pecado!).

Nos dice Anson -dejo a un lado las tonterías sobre la «envidia» que le tenía Franco, a don Juan no a él, por sus viajes a lo largo y ancho de este mundo (viajes particulares en barco) y por sus relaciones con los dirigentes de la época (aquí debería explicar cuáles y de qué tipo, más allá de las reuniones de las testas con corona donde, por cierto, eran simplemente los Barcelona), como si Francisco Franco no las tuviera o no le hubieran venido a ver a su palacio personalidades de su tiempo (¡Haga memoria don Luis María!)- que el objetivo de la Monarquía de don Juan era «devolver al pueblo español la soberanía nacional secuestrada en 1939 por el Ejército vencedor de la guerra incivil». Y por la coda final del artículo me parece que anda entusiasmado por la aplicación antifranquista de la Ley de la Manipulación Histórica, siempre, eso sí, que solo se meta con Franco. No quisiera tenerle que recordar a Anson que ya puestos la Monarquía podía haber incluido, en su heroica lucha contra Franco -modo irónico claro-, el devolverle al pueblo español toda su soberanía, incluyendo votar si quería o no monarquía, porque si los secuestradores fueron el Ejército triunfante en la «guerra incivil» tendríamos que admitir que la expresión de esa soberanía era la II República y por tanto la actual monarquía tendría otra muesca más de ilegitimidad. También Anson, que se lamenta de la «guerra incivil», tendría que explicar cómo esa Monarquía, encabezada por Alfonso XIII y don Juan, con el concurso de la inmensa mayoría de los monárquicos, conspiraron desde el primer minuto para derribar la II República con el recurso al golpe militar que llevaría a una «guerra incivil», o Anson cree que los republicanos y socialistas de entonces se hubieran conformado. ¡Ah, ese don Juan¡, príncipe de los monárquicos antiliberales que le saludaban brazo en alto en Roma el día de su boda (¿fotos pérdidas don Luis María?); príncipe dispuesto a apartar a su padre por el bien de la Corona y al que el padre mandó de viaje de bodas un año para que no cayera en la tentación.

¡Ay, don Luis María!, que sin la «guerra incivil» y sin Franco la monarquía no existiría en España, tendríamos una república y Juan III, Juan Carlos I y Felipe VI hubieran andado o andarían como los Saboya o los Grecia, o tantos otros, dando lustre de título a algún Consejo o emparentados con alguna gran fortuna internacional. Y no se meta con las «monarquías árabes» diciendo que ese era el modelo de Franco -no el de Franco era el mismo que el de los monárquicos antiliberales como lo fueron don Juan y usted mismo-, entre otras razones porque algunas de ellas (Marruecos, Jordania , Arabia Saudí…) han sido y son muy amigas de Juan Carlos I y Felipe VI.

No voy a trazar aquí un memorándum de las declaraciones públicas de don Juan, o mejor dicho de las declaraciones que le escribían a don Juan. Sería una antología del cambio de opinión según el signo de los tiempos y la capacidad de predicción, nula por otra parte, de sus consejeros. Lo declararon casi falangista, y con reiteración tradicionalista y antiliberal, asegurando que de demócrata liberal ni un pelo. Se puso morado a felicitar por los avances y las victorias del Ejército de Franco en la «guerra incivil»; estuvo dispuesto a venir a combatir con los nacionales -media familia Borbón lo hizo- y se libró de morir a bordo del Baleares porque Franco era monárquico y no aceptó su ofrecimiento -Franco lo era, por más que Anson se empeñe a la hora de fabular a la contra-; sus conspiradores, los amanuenses de sus cartas y declaraciones, quisieron que fuera rey con los nazis para sustituir a Franco, rey con los rojos al finalizar la IIGM y creer que echarían a Franco, estuvieron dispuestos a aplaudir una invasión aliada y se callaron cuando con el cerco internacional se sometía al hambre a los españoles -eso es lo que Franco nunca le perdonó a don Juan-; le quisieron hacer rey del Movimiento, verdadero representante de los ideales del 18 de julio… que Franco le hiciera rey y Franco siguiera con todos los honores y, también, que fuera rey democrático, pero ya entrados los sesenta y especialmente cuando su hijo aceptó ser el rey de Franco. Y mientras don Juan andaba con esas cuitas fue Franco quien realizó una maniobra política única cuando las monarquías desaparecían del mapa: volver a poner un rey en la Jefatura del Estado. Y lo hizo en contra de la opinión de no pocos de los suyos y de la propia opinión pública, consiguiendo hacer de Juan Carlos y Sofía los Príncipes de una generación.

La obsesión de Anson con sus hábiles e inexactos escritos es blindar históricamente la Monarquía. Entre otras razones porque sabe leer lo que está sucediendo, porque sabe que la Ley de la Memoria Histórica no tiene solo como objetivo quitar las estatuas de Franco -quedarán cuatro o cinco en toda España-, ni las placas de las calles que llevan retirándose treinta años, sino que va a tirar por elevación y que su objetivo final será el último vestigio del franquismo: la monarquía volando la historia mítica de la Transición. Por eso Anson quiere borrar huellas; por eso cifra la legitimidad de la actual Monarquía en la transmisión de un derecho inexistente, porque don Juan nunca fue rey en exilio, ni fue nunca reconocido internacionalmente como tal, el único reconocimiento lo tenía el régimen de Franco; y la cifra también en la Transición realizada por Juan Carlos I (es de sonrisa eso de que don Juan se atrajo a toda la oposición, porque esa oposición apostaba por una República y lo único que veía en don Juan era un instrumento, un compañero de viaje o un tonto útil según se prefiera). Por eso también tiene que cambiar la historia de la Transición, readecuarla al signo de los tiempos. Por eso, sin solución de continuidad, habla de «pasar de una dictadura de 40 años personificada en el caudillo amigo de Hitler y Mussolini a una democracia pluralista plena»., como si en medio nada hubiera pasado. Un momento: ¿Pluralismo pleno? Pero si hemos leído al mismo Anson defender el modelo bipartidista recomendando utilizar la ley electoral para evitar el molesto pluralismo resultante de las últimas elecciones.

Pero volvamos a la argumentación. ¡Cambiar la Transición¡ Don Luis María vuelve a las trampas: Franco el amigo de Hitler y Mussolini, y en el mismo grado lo sería de Eisenhower, Nixon, De Gaulle, Faisal, Hussein… pero esto se le olvida. No, la Transición no fue solo obra de don Juan Carlos «que tenía la fuerza del Ejército» -Anson se olvida que esa fuerza no era por mérito propio sino porque era el heredero de Franco (a don Juan lo hubieran mandado otra vez a Estoril en el primer tren)- o de Tarancón, o de Marcelino Camacho o de «Felipe González que tenía la fuerza de los votos»…. (?) O quizás sea que quiere recordar a Felipe VI la necesidad de vincular la Monarquía, para su pervivencia momentánea, al socialismo como hiciera su padre.

Se le olvida a Anson -en realidad lo oculta- que la Transición fue posible realmente por la colaboración de los franquistas que consideraron que el régimen desaparecía con Franco y procedía su cambio; por el voto sí, pero de los franquistas; por los votos del franquismo sociológico que eran los que nutrían AP -el origen del PP fundada por la tira de ministros de Franco- y la UCD -que contó con el aparato mediático del franquismo, con los hombres del Movimiento en pueblos y provincias-, que sumados eran mayoría, una mayoría que la nefasta acción de gobierno de Suárez hundió. A ese proceso/proyecto abierto por el rey y los franquistas -la inmensa mayoría de ellos-, apoyado por la opinión pública que constituía el franquismo sociológico porque lo realizaba el heredero de Franco y los hombres y estructuras del Movimiento, se sumó primero el PSOE de Felipe González y después el PCE de Santiago Carrillo. Pero este nombre y el de Adolfo Suárez es borrado de la historia por Anson, porque el ilustre periodista necesita borrar a los franquistas de esa Transición y concederle el protagonismo absoluto a su rey y a los socialistas para que la Memoria Histórica no siga tirando del hilo.

Queda la coda final. Esa comparación que hace Anson entre el monumento por suscripción popular a don Juan que perdura mientras se quitan los erigidos a Franco como imagen de una justicia histórica. ¡Qué metáfora tan brillante para un maestro de la pluma! Bueno, recordemos que no pocos de ellos, los de Franco, también lo fueron por suscripción popular, alguno inaugurado después de la muerte de Franco; que cuando Franco murió se abrieron numerosas suscripciones populares para poner monumentos (el gobierno decidió que no era conveniente y el dinero ni se sabe a dónde fue a parar) y que ha hecho falta una ley totalitaria para retirarlos (en más de una ocasión con oposición popular y con intervención policial represora). Pero que no se apure don Luis María, probablemente es solo cuestión de tiempo que le llegue también el turno de la demolición a su monumento histórico favorito, porque de momento ya hemos visto cómo se retiran los retratos de Felipe VI de centros oficiales y se empiezan a quitar los nombres regios otorgados a construcciones y calles y yo no he visto aún a los fervorosos monárquicos salir a la calle en su defensiva.

¿DE VERDAD SON CUARENTA AÑOS SIN FRANCO?

La otra cara de los cuarenta años después de Franco.

¡España, 40 años sin Franco! Esa era la idea primigenia de este artículo adaptándonos a lo pedido, pero como prólogo, después de ver las portadas dela finos de los periódicos o a artículos referidos al cuarenta aniversario de la muerte de Franco, ahora que ya no es el «anterior Jefe del Estado», de asomarme a la idea del diario El Mundo de vestir a un señor mayor, con cierto parecido, de Francisco Franco y pasearlo por Madrid y, sobre todo, con la memoria personal viva, como escritor y comentarista, de gran parte de estas cuatro décadas, casi me tendría que preguntar: ¿De verdad son 40 años sin Franco?

A veces el comentarista, el escritor, el lector atento de nuestra realidad, tiene la impresión de que muchos, especialmente los antifranquistas retrospectivos, todavía no han digerido -pensar que lo ignoran sería un exceso- que Francisco Franco falleció en una cama de la Seguridad Social -creada para los trabajadores por él mismo- hace cuarenta años. Raro es el día que su nombre no sale a colación en tertulias, artículos, debates y hasta forma parte de las campañas políticas como si aún formara parte de nuestra realidad -ahí está el no debate sobre la falsaria «memoria histórica» de la actual-. Más allá del recurso al insulto, porque al final Franco es presentado como el arquetipo de la derecha reaccionaria que vive en el PP y hasta como peligroso socialdemócrata o socialista -así lo definió la señora Aguirre-, algún psicólogo debería plantearse estudiar lo que podríamos denominar el “complejo ante el franquismo”.
En este ambiente, no sin curiosidad, hemos visto en la España de los recortes en los derechos laborales como no pocos han difundido por ahí listas con los beneficios sociales instaurados durante el régimen de Franco, para sonrojo de los que aplican a los mismos la tijera (Marcelino Camacho llegó a decir que con el Estatuto de los Trabajadores, allá por los inicios de la Transición, los trabajadores habían perdido muchos de los derechos logrados en el franquismo). O, ya puestos, en el colmo de los dislates, afirmar que el deseo de muchísimos españoles de tener una vivienda propia es una herencia del pensamiento fascista y retrógrado del franquismo, porque lo moderno y lo social es vivir de alquiler. Por no mencionar, cuando alguien ante el drama de los desahucios a las familias lo ha recordado, que estaba prohibido que se embargara la vivienda familiar. O que en esta España actual las colas ante los comedores sociales -la mayoría por cierto vinculados a la Iglesia Católica- son una realidad al igual que las chabolas, cuando el régimen franquista los redujo hasta su casi inexistencia.
Hasta hace relativamente poco era suficiente con recordar que España accedió a la democracia para acallar cualquier voz crítica ante la realidad social, para ocultar los errores y para, llegado el caso, convertir lo negativo en positivo. Como si la Transición, que hace mucho tiempo que se cerró, y los sucesivos gobiernos que han estado en el poder desde 1977, no tuvieran nada negativo, nada censurable o nada oscuro que recordar y todo fuera bonito y de color de rosa. Hasta la inmaculada figura, tejida a través de la propaganda oficial y oficiosa, del sucesor a título de rey de Francisco Franco, Juan Carlos I, ha dejado de gozar del consensuado aprecio público (lo que le llevó a la abdicación), siendo ampliamente cuestionada, no siéndolo más por el manto de silencio y autocensura con el que se ha acabado cubriendo su vida como regio jubilado; blindado aún por sus silencios y por el escudo de haber sido el artífice del régimen constitucional nacido en un diciembre de 1978. Sería imposible en este breve artículo con sentido de ensayo, con la necesaria precisión en la argumentación, con los datos en la mano, recorrer estos cuarenta años dejando constancia, con la profesionalidad del notario, de todo aquello que queda en la trastienda de estos cuatro décadas, pero sí al menos podemos dar unas breves pinceladas que queden como testimonio.

Más separatismo, más independentismo.
Resulta tentador, dada la situación en la que como nación nos ha acabado colocando el desarrollo del sistema engendrado por la Constitución de 1978, fundamentado en el catastrófico título VIII, responsable final de que hoy nos encontremos ante un proceso secesionista abierto en Cataluña de cuyas consecuencias seremos víctimas todos los españoles, volver la vista atrás para recorrer lo acontecido desde un 20 de noviembre de 1975.

Nadie va a negar que en 1975 existieran nacionalistas e independentistas y terroristas que aunaban el marxismo, el nacionalismo y el independentismo. Los había entre las oligarquías políticas burguesas en Cataluña y en el País Vasco, los había en sectores de la izquierda radical y no tradicional que andaban influidos por el marxismo revolucionario sesentero, pero no tenían el aparente amplio respaldo popular que hoy tienen. Ahí están las encuestas de opinión. El independentismo que nos ha puesto de cara ante un proceso de ruptura de la nación española era sociológicamente muy reducido en 1975 y en los primeros años de la Transición. No es producto de ningún movimiento pendular en respuesta al centralismo del régimen de Franco. ¡No! Ha sido creado artificialmente, hinchado, desde arriba, merced a la decisión suicida de los gobiernos socialistas y populares de entregar a los nacionalistas los mecanismos de propaganda, control y educación, pero también los financieros con los que ha creado una importante red clientelar corrupta, con ellos y desde el poder se ha creado la masa independentista que hoy no se puede negar que exista. Es la renuncia política al mantenimiento y difusión de la idea y el concepto de España de todos los gobiernos desde 1977 la que ha permitido que aparezca esa base social independentista que es producto del régimen de 1978.

Afortunadamente el terrorismo, tras décadas de sangre, ha dejado de actuar en España. Esperemos que para siempre. Pero no está de más recordar que en 1975 las organizaciones terroristas estaban prácticamente desarticuladas y que revivieron merced a los errores de la Transición. Una Transición y un régimen al que entonces molestaban los muertos y los enterraba en silencio, aunque ya al filo del siglo XXI cambiara el tercio para recordarlos como víctimas al tiempo que, finalmente, se plantea hoy, abiertamente, una especie de “punto y final” que permita a los terroristas no cumplir íntegras sus condenas y dejar sin resolver unos doscientos asesinatos cada vez más molestos para el poder.

La factura.
¡Cuánto hemos cambiado los españoles! ¡Ya somos modernos y disfrutamos de una situación de riqueza sin par en nuestra historia! Claman una y otra vez a derecha e izquierda del arco político-mediático. Cierto, el progreso es inherente al paso de los años salvo catástrofe; se han modernizado infraestructuras, pero también despilfarrado el dinero en obras tan megalómanas como inútiles (aeropuertos sin aviones, autopistas sin coches, autopistas sin terminar, pabellones para no se sabe qué cosas…) y tenemos más coches, más carreteras, más aviones, más teléfonos… que en 1975. Pero eso no es más que una percepción vital. Lógica, pero percepción.
En 1975 la mayoría de los televisores no eran en color y hoy lo son, no había teléfonos móviles y hoy tocamos a dos o tres por cabeza, solo habían dos cadenas de televisión y hoy tenemos para dar y regalar (anotemos que la cantidad no es sinónimo de calidad). Y ya puestos a recordar, si, como nos contaban los antifranquistas retrospectivos de finales de los setenta, hasta con el apoyo de algún hoy ilustre profesor universitario, don Francisco esclerotizaba a la oposición y acababa con las protestas y las manifestaciones poniendo un partido de fútbol a la semana y alguna corrida de toros -lo que dejaba en muy mal lugar a los opositores al franquismo y su conciencia y entrega a la causa-, ahora tenemos fútbol todos los días de la semana (a veces más de un partido) con lo que deduzco que la necesidad de anestesiar al personal debe ser mayor hoy que entonces.

Eso sí, una cosa son las percepciones y otra las realidades. Lo cierto es que desde el punto de vista económico la Transición, con una pésima gestión económica, supuso un atraso, una ruptura con los ritmos de crecimiento y modernización de los años sesenta y principios de los setenta. Aunque los errores comenzaron a acumularse allá por 1974, cuando los reformistas del franquismo comenzaron a mirar hacia el día después y preferían no entrar en el tema económico por su posible coste político, atrasando la necesidad de iniciar los ajustes y cambios que el modelo industrial y la distribución del PIB español demandaban tras quince años de crecimiento continuo ante la nueva realidad económica que se iba dibujando y el tiempo de cambio en los sectores industriales que se estaba produciendo. Los datos son los datos y lo que mide el índice económico de un país es la comparativa. España fue en los años sesenta y principios de los setenta la octava potencia industrial y hoy andamos situados sobre el puesto 12. Visto así es un retroceso, aunque, para ser ecuánimes, debemos subrayar que la incorporación de otras economías que no contaban en aquellos años nos situaría en una situación casi equivalente. Lo que no se puede negar es que se desaprovechó el tiempo y eso provocó un retroceso en el avance hacia la convergencia con los países de la UE, de tal modo que el punto en el que estábamos situados al morir Francisco Franco no lo recuperamos hasta los años de José María Aznar, es decir a finales de los noventa.
Tampoco podemos prescindir en el recorrido de otros elementos a mi juicio importantes. El cambio socioeconómico español que arranca a mediados de los cincuenta, con sus crecimientos y con todos los errores que se quieran señalar, implicó una transformación sin igual en nuestra historia, pues condujo al país de las estructuras propias de las sociedades atrasadas a las sociedades modernizadas. La desaparición del proletariado, de los millones de jornaleros sin tierra sumidos en la pobreza y en la falta de horizontes, la aparición de un nuevo tipo de obrero industrial que cada vez se alejaba más de la idea clásica del proletariado y de una clase media en constante crecimiento, junto con el acceso a la educación, a la sanidad… fueron obra de las políticas del régimen de Franco -lo que naturalmente no gusta a los antifranquistas-. El caminar hacia un PIB moderno, con un importante sector industrial, con la reducción del sector primario (más de 25 puntos entre 1950 y 1975) y el desarrollo paralelo del sector servicios nos colocó en una situación óptima para entrar en el club de las potencias industriales y aguantar los embates de la deslocalización. De haber continuado en esa senda, hoy estaríamos situados en una realidad muy distinta a la actual, con un sector industrial que debería estar sobre el 30% asegurándonos la estabilidad laboral con empleos realmente recurrentes. Pero se prefirió otra vía. Los gobiernos, ya no de la Transición sino los posteriores a 1982, escogieron otra camino, el de aceptar que el sector industrial español debía desaparecer por falta de competitividad, en vez de hacerlo más competitivo. Era la imposición externa que se cierra con la entrada claudicante en la Comunidad Económica Europea en su prehistoria y en el camino hacia el Euro después. Ello supuso, como alternativa a la aceptada destrucción de una parte del sector industrial, unas transferencias en el PIB del sector secundario al terciario que dio origen a una administración mastodóntica que ha lastrado y lastra el desarrollo económico (ahí está el origen de la hiperinflación del funcionariado o, básicamente, del personal contratado debido a la puesta en pie de ese agujero negro que es el Estado de las Autonomías). Se aceptó el papel de economía de servicios y no industrial a cambio de las subvenciones estructurales y de la venta del patrimonio acumulado para cubrir la deuda generada por la deficiente gestión económica hasta mediados de los noventa. Esa decisión nos condenó como nación a tener que vivir con un paro estructural elevado, con un paro que se dispara hacia niveles de más del 20% cuando la economía se tambalea. El resultado es una economía con importantes deficiencias estructurales y una abultada deuda que lastra cíclicamente el incremento real del nivel de vida entre los españoles, quebrando así algo tan básico en la idea de progreso como es conseguir que los hijos vivan mejor que los padres (mejora que por cierto fue una constante en el franquismo). No es necesario recordar que hoy se tiene la conciencia de que por primera vez los hijos vivirán peor que sus padres.

Las tendencias y los comportamientos.
Teóricamente primero, con muchísimas dificultades a la hora de hacerlo realidad por la situación y también por la resistencia de las estructuras oligárquicas, y en la praxis después, el régimen de Franco sí dejo una serie de pautas de comportamiento entre los españoles.

Clave de lo anterior es, por ejemplo, el cambio revolucionario en las mentalidades que nos lleva de casi aceptar una situación social basada en la desigualdad extrema imperante en la mayor parte de la sociedad en los años treinta a la asunción del concepto de igualdad como elemento positivo, hoy ampliamente cuestionado de forma directa o indirecta por todo el arco político que va desde el centro a la derecha, son excluir algunos de los sectores de eso que se llama la ultraderecha.

Ese cambio revolucionario de mentalidad impulsó el camino hacia el igualitarismo real, hacia la reducción progresiva de las desigualdades sociales con la expansión al compás de la educación y la sanidad, de la redistribución social de la riqueza. Esto es una constante en el discurso programático de Franco que se acentúa, conforme se hace posibilidad, a partir de los años cincuenta. Desde mediados de los noventa lo que se está produciendo en España es lo contrario: el incremento constante de la desigualdad social. Ahí están las estadísticas de la pobreza o de la caída de los niveles salariales que acrecientan la desigualdad invirtiendo la tendencia. El modelo educativo del franquismo, que consigue a finales de los sesenta que todos los niños en edad escolar puedan incorporarse a la escuela, que reduce constantemente los niveles de analfabetismo y que diseña un modelo educativo (Ley de 1970) acorde con el cambio que se está produciendo en el país, es el que permitirá el acceso masivo de los jóvenes al Bachillerato y a la Universidad, en un continuo crecimiento que llega hasta la Transición y que crea eso que se llamó la generación JASP (Joven Aunque Sobradamente Preparado). En la actualidad ese modelo, en vez de continuar expandiéndose, ha quebrado y nos encontramos con un sistema que deja en el camino a porcentajes elevadísimos de estudiantes y que ha creado eso que se llaman los ni-nis. Básicamente por dos razones: por un lado, la Educación se ha transformado en una pieza de transformación ideológica de la sociedad -la ingeniería social de la izquierda-; y por otro, porque los valores educativos del esfuerzo y de su consideración como elemento para la creación de futuro se han subvertido.

La sociedad deconstruida.
Lo que más distante resulta cuando nos situamos ante los dos polos de estos cuarenta años son los componentes morales de la sociedad. El régimen de Franco se caracterizó por su catolicismo y por la recatolización de la sociedad -lo que hoy es presentado como un paradigma negativo-. El actual régimen se caracteriza por la descatolización de la sociedad. Hoy el catolicismo no pasa de ser en la vida pública un referente cultural sin ningún peso moral, sin ningún tipo de influencia real; es más, para muchos, aún siendo católicos de bautismo, práctica o de adscripción a alguna «asociación», constituye un lastre. La sociedad española, en líneas generales, a través de la ingeniería social, no es que se haya secularizado sino que se ha hecho laica y, por ello, comienza a ser no neutral sino refractaria e incluso contraria al hecho religioso católico (hasta tal punto que favorece el multiculturalismo religioso, básicamente al Islam, como arma para debilitar el catolicismo). El nihilismo, el hedonismo y el consumismo han sustituido a todo lo demás y a ello se subordinan los comportamientos sociales. Frente a ello florece un falso discurso sobre la falta de valores, pues se trata de palabras huecas, de valores sin contenido.

El franquismo mantuvo un modelo social basado en la familia cristiana y en ello fue radical, lo que ahora es presentado como negativo. Hoy ese modelo se considera periclitado. La familia cristiana es solo un modelo familiar y no el más importante para los gobernantes. La aprobación del divorcio en España abrió el cambio. Hoy tenemos varios modelos de familia, incluyendo los homosexuales, que tienen igual consideración y los mismos derechos, cuando no se aplica lo que se viene a denominar la “discriminación positiva”. Si las políticas natalistas, las ayudas a la natalidad, caracterizaron al régimen de Franco, estos cuarenta años han estado marcados por las políticas antinatalistas directas o indirectas, lo que nos ha conducido a una crisis demográfica y al envejecimiento progresivo de la población. El culmen ha sido la legalización del aborto, con unas cifras reconocidas de abortos en España que se aproximan a los dos millones de víctimas en lo que muchos no dudan en calificar como un holocausto moderno.

La deconstrucción de la sociedad ha traído otros aspectos negativos tales como el incremento de la denominada violencia de género, los altos índices de delincuencia y el aumento de los delitos de especial gravedad. Pero también la amargura o la desazón que lleva a la aparición de los hombres sin atributos. En esta sociedad deconstruida el enemigo parece seguir siendo el catolicismo y sus valores de ahí ese laicismo radical que hoy es una realidad y que quiere borrar tradiciones y vestigios. Ese que prohíbe Belenes, símbolos religiosos en cementerios o tanatorios y que aspira a poner fin a las procesiones de Semana Santa.

Punto y seguido.
Sería prolijo y muy largo tratar de reflejar en unos pocos párrafos todos esos errores o diferencias entre la España de 1975 y la España de 2015. Hay cosas que no es necesario ni explicar porque están presentes cada vez que abrimos un periódico o escuchamos una tertulia. Todo un libro se podría escribir sobre la etiología de la corrupción. Hasta Paul Preston, notorio antifranquista profesional, ha tenido que reconocer, pese a la insistencia machacona durante décadas en sentido contrario, que la corrupción actual, que es o ha sido -aunque esto último esté por ver- sistémica, es mucho mayor, sin parangón posible, en el actual sistema político y que en esta la izquierda tiene las manos manchadas. Pero no es menos cierto que hasta hace muy poco esto ha importado muy poco a los españoles.

Naturalmente, alguien podría objetar que todo lo dicho está muy bien, pero que en el fondo en 1975 había una dictadura y hoy tenemos una democracia, aunque con muchos defectos, hasta tal punto que ha provocado más que el desencanto la desafección. Y ante ello sobran los argumentos.

Ahora bien, lo que difícilmente alguien podría pasar por alto es que a la altura del final de 2015 bien pudiera ser que la gran resultante de estos cuarenta años transcurridos no fuera otra que el fin de España como nación y de la igualdad entre los españoles, perdiendo estos en el camino no pocos derechos sociales y a casi dos millones de españoles a los que se negó con la ley en la mano la posibilidad de haber podido llegar a ser eso, españoles.

FRANCO SUPERESTAR

El negocio del 40 aniversario.

Me hace gracia lo bien que hacen caja algunos a costa de don Francisco Franco. Ellos son los auténticos nostálgicos del franquismo; y que dure la nostalgia que no es malo para el bolsillo -se dicen-. Eso sí todos ellos, los Preston, Juliá, Casanova, Viñas y un no tan largo etcétera, llevan cuarenta años intentando convencer a los españoles, libro tras libro, de lo malo malísimo que era el sanguinario y cruel dictador Francisco Franco. Y, en algunos casos, están molestos porque en la guerra de papel pierden en ventas frente a lo que ellos ya llaman los «revisionistas», cuando ellos son los únicos revisionistas. O como califica Viñas a los que no tienen su bendición, a los historiadores o investigadores que le contradicen y le amargan la vida, cumpliendo con su autoproclamado papel de Gran Censor: «historietógrafos» -antes su amigo Reig los llegó a llamar «tontilocos»-. Lo que a no pocos nos invita a decir aquello de «dime de qué presumes…», preguntándonos si no son ellos los auténticos devotos de la historieta (historietas malas pues difícilmente llegan a la altura de Mortadelo y Filemón).

Franco es un negocio redondo, porque sigue apasionando a muchos leer sobre un periodo tan largo como trascendente de la historia reciente de España, y también tan enigmático. Y más negocio es cuando llega la fecha emblemática del 20 de Noviembre. Quien lo ponga en duda que se de una vueltecita por los estantes de las librerías o las portadas de periódicos y revistas en las próximas semanas. Vamos que Franco es para casi todos, por interés o por devoción, un superestar y los que más carrete le dan son precisamente los antifranquistas de oficio y de beneficio. Ellos han convertido a Franco en una auténtica estrella.

Francisco Franco falleció hace cuarenta años en un hospital de la Seguridad Social, no en una clínica privada. Seguridad Social fundada por él -aunque Pedro Sánchez probablemente también piense que la crearon los socialistas-. Así que llegada la fecha, agrandada por el guarismo conmemorativo, toca revival -perdón por el extranjerismo- editorial, periodístico y político -ya verán a Franco participar en la campaña electoral como insulto, claro está-. ¡Pero tranquilos están en Génova 13 porque hay consenso entre los historiadores a la hora de afirmar que no pertenecería al Partido Popular! Lo que no creo que le haya hecho mucha gracias a Viñas. Por no quedarse atrás en esta carrera, hasta el diario El Mundo nos lo ha resucitado -no tiene mérito, ya lo había hecho Vizcaíno Casas- y lo ha paseado con fotógrafos por las calles de Madrid sin que por cierto parezca que le hayan insultado.

Pío Moa, hace unos meses, ya daba unos cuantos soplamocos intelectuales, con su meritorio ensayo histórico sobre el franquismo, a los historiadores antifranquistas. Un más que recomendable texto que ha puesto de los nervios a los que no lo nombran en sus críticas o se refieren a él en tercera persona; hace unas semanas Luis Suárez Fernández publicaba una nueva obra clarificadora para desquiciamiento de los antifranquistas, pues el profesor Suárez es para ellos otra bestia negra. Frente a ello, como llegaba el 20N, tras el fracaso de un refrito anterior con poca fortuna de la mano de los revisionistas antifranquistas con título de profesores universitarios, Ángel Viñas nos obsequiaba con un libro que se aproxima mucho a la definición de panfleto tanto en el fondo como en la forma; donde, como perla de objetividad, nos indica que el asesinato de Calvo Sotelo no fue tal porque técnicamente se trataba de un homicidio. ¡Toma del frasco Carrasco!, que diría un castizo. Y después de eso casi mejor ahorrarse la lectura.

Faltaba a la cita el simpático Preston -él, yo y Franco tenemos en común que nos gustan las películas del Oeste-, quien al menos reconoce que es antifranquista -Viñas también aunque nos recuerde que para ser objetivo a la hora de hablar de Franco solo se puede ser, al menos, tan antifranquista como él-. Preston también olfatea el dinero -de tonto no tiene un pelo y sabe que cuenta con la publicidad gratis de quienes le consideran un tótem de la historia- y nos obsequia como conmemoración una nueva edición de su conocida biografía sobre Franco, con algunas aportaciones y novedades, según leo, para redondear su obra:

Primero, la demostración, pese a lo publicado y documentado, de que Franco no contribuyó a la protección de los judíos perseguidos a través de los representantes diplomáticos españoles en la Europa del Reich -supongo que no ha leído el último artículo del hijo del entonces ministro general Jordana-, porque ya se sabe que media docena de diplomáticos en legaciones distintas actúan del mismo modo por inspiración divina y no siguiendo instrucciones (seguro que a Preston también se le olvida la ayuda al Mossad en 1972 para sacar a 2000 judíos de Marruecos donde estaban bastante achuchados).

Segundo, nos dice que también va a poner sobre la mesa el antisionismo de Franco (ojito, Preston, porque ser antisionista no es ser antijudío; pero a Preston como a Viñas les gusta no decir toda la verdad), para ello retorcerá y recortará los discursos del Generalísimo a su gusto, olvidando, eso sí, que en 1948 fue el Estado de Israel el que no pidió el reconocimiento a España y que se negó a iniciar las relaciones diplomáticas pedidas por el régimen de Franco, aunque en los 50 el régimen prefiriera la amistad con los países árabes y apoyará la causa Palestina (ergo don Francisco era un progre de tomo y lomo por situarse en ese punto).

Tercero, lo anterior, no le parece bastante a Preston como reclamo y, entre otras perlas, naturalmente, pese a la demostración empírica de lo contrario, realizada por el investigador Moisés Domínguez, se suma a su amigo Viñas para sostener que Balmes fue asesinado por Franco o sus amigos -dejemos claro que Viñas no demostró nada más que sus prejuicios-. Luego están las perogrulladas habituales de la izquierda sobre la guerra y las ayudas externas (¡Ah, el amigo Viñas prescindiendo de datos a la hora de valorar las ayudas en el campo de la artillería como le ha recordado el experto en la materia Lucas Molina!) o teorizar sobre las cosas que escribía su primo Pacón en su diario para demostrarnos con ello las «tontunas» de Franco (como he escrito en alguna ocasión si lo tomamos al pie de la letra lo tomamos para todo y no solo para lo que conviene, que es lo que suelen hacer casi todos).

Eso sí, como Viñas, este a regañadientes, Preston tiene que reconocer que la corrupción ha ido a peor desde 1975 y que en ello han brillado las gentes de izquierda que pensaron que ahora les tocaba a ellos (bueno, esta parte del discurso de Preston dudo que la asuma Viñas). Pero lo que más me gusta de sus afirmaciones es eso de que los corruptos de la Dictadura quisieron seguir con sus privilegios. Lástima que el periodista de El Mundo no le preguntara por los nombres de esos corruptos, sería interesante la lista porque los políticos propiamente franquistas desaparecieron en meses y los que yo presupongo me parece que incrementaron exponencialmente su fortuna después de la muerte de don Francisco; pero ya se sabe que Franco tiene la culpa de todo por malacostumbrar a los españoles. Dejo a un lado las chorraditas sobre la corrupción en el franquismo (¡qué se lo digan a papá Pujol!), porque Preston y demás no quieren reconocer que si Franco estuvo cuarenta años en el poder sin rebelión alguna no fue por una represión inmisericorde (repase el historiador las cifras de población penal desde finales de los cuarenta), sino por un apoyo popular que lejos de disminuir fue incrementándose. Muestra de ello son los varios millones de españoles que le despidieron en noviembre de 1975 en todas las ciudades y pueblos de España. Ahí están las hemerotecas. Son esos apartados de la crónica que me parece se le habrá olvidado referir a don Pedro J. Ramírez, quien también se ha sumado al revival con una nueva versión de El año que murió Franco (libro que por cierto también ya había escrito antes Vizcaíno Casas).

Lo demás, lo de siempre en Preston. Quiere titulares, ir un poco más allá que sus conmilitones -dicho solo con afán descriptivo y no despectivo-: Franco fue el segundo en el podio de los dictadores más crueles de Europa, después de Hitler y por delante de Mussolini. ¿Por qué a estos izquierdistas británicos, y a no pocos de por aquí, se les suele olvidar que puestos a realizar podios el cajón más alto debiera ocuparlo un tal Stalin y como ideología el comunismo?

¡Ah! ¡Claro!, porque entonces a quien tacharían de fascista sería al propio Preston y hasta ahí llegaría la fama y la venta.

¿Por qué el autor y el editor en vez de titular el renovado libro de Preston con una bonita foto y la leyenda de «Franco. Caudillo de España» no lo rotulan, para que quede claro, «Franco. El dictador cruel y sanguinario», y de subtítulo «la obra definitiva de un historiador antifranquista»?

¡Ah! ¡Claro!, porque entonces no iban a vender muchos ejemplares y, entre el antifranquismo y los euros, Preston y la editorial Debate prefieren los euros. Las cosas como son. Y más allá de todo lo dicho queda el interés evidente que existe en el público. Entre otras razones porque las versiones maniqueas que se facilitan sobre Francisco Franco no parece que acaben de convencer al personal. Lo que le da mucha rabia al señor Viñas.

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