La estantería del historiador

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¿Casualidad o providencia? Releyendo a Onésimo Redondo.

¿Casualidad o providencia? No estaba previsto que un libro centrado en un tema local, aunque escrito, como es usual en mi trabajo sobre grupos, como muestra nacional, La vida por José Antonio. Entre la represión y el olvido (Ediciones Barbarroja, 2016), acabara presentándose en varias ciudades. Así, lo que en principio fue concebido como un trabajo de recuperación de la verdadera memoria histórica, coincidente con el aniversario de los hechos, el asesinato de más de 200 falangistas en la provincia de Alicante por el Frente Popular, pese a no ser un libro de distribución a librerías y ser un libro silencioso, lleva camino de tener en breve una segunda edición dada la acogida que le están dispensado mis lectores.

¿Casualidad o providencia? Incluía en este libro, como muestra de lo que fue la participación activa y no pasiva, prevista y no a resultas de unos hechos, de la Falange y los falangistas en la sublevación cívico-militar de julio de 1936 (algo que ya había desarrollado en mi anterior trabajo El último José Antonio, donde se abordaba la participación directa del fundador de la Falange en la fracasada sublevación de Alicante), un olvidado discurso pronunciado por Onésimo Redondo en Valladolid en la noche del 19 de julio de 1936: “Y al lado del Ejército -¡anotadlo todos!-, anótenlo sobre todo los que alimentan la esperanza de resurgir, está Falange Española de las JONS. Estas camisas que se han ofrecido por millares, albergan pechos que ya no se retirarán sino con el triunfo o con la muerte. Estamos entregados totalmente a la guerra y ya no habrá paz mientras el triunfo no sea totalmente completo”.

¿Casualidad o providencia? El pasado 4 de marzo, LXXXIII aniversario de la fusión de FE con las JONS, la reconstituida Hermandad de la Vieja Guardia de Valladolid me invitó a presentar este libro, La vida por José Antonio. Evidentemente, por razones fácilmente comprensibles, esta presentación conllevaba el recuerdo a Onésimo Redondo, caído al iniciarse la guerra en un enfrentamiento con anarquistas en Labajos, enlazado con las razones que me mueven a realizar este tipo de investigaciones. No pocos me pidieron después del acto que, al menos, recogiera, de algún modo, en un escrito esa parte de mi intervención. Siendo este el motivo de este artículo.

Anotaba Onésimo Redondo -decía en esa presentación-, uno de esos españoles grandes injustamente olvidados hasta por quienes se presentan como sus continuadores, una figura que políticamente pocos suelen reivindicar, coincidiendo con el pensamiento de no pocos intelectuales en la época, que en “el fondo de toda lucha política late una lucha por la cultura”. Vienen al caso estas palabras porque en ocasiones, por la temática de muchos de mis libros y escritos, cuando voy más allá del frío de lo estrictamente académico, cuando salto por encima del discurso histórico políticamente correcto, me han preguntado o incluso teorizado sobre la conveniencia, actualidad y valor político de actos de presentación o conferencias como los que habitualmente realizo, como este; sobre la aparente inutilidad de recorrer España para trasladar estas páginas de la historia a unas decenas de españoles -en ocasiones algunas centenas, conviene subrayarlo-, cuando debiera centrarme en cuestiones mucho más actuales que realmente interesen a los españoles de hoy y no insistir en lo que aconteció hace 70, 80 o 50 años. Temas que incluso, para algunos que debieran estar interesados en que el olvido no borre las páginas, llegan para estos a convertirse en un recuerdo “molesto” ante las necesidades que plantea el necesario aggiornamento con los tiempos, cuando no, directamente, la subordinación de la historia a un discurso político teóricamente renovado.

Ante este planteamiento yo siempre suelo, en mi reflexión, estimar que se equivocan. Difícilmente se puede ser coherente cuando se ignora o no se asume la historia propia y, aún en la sociedad actual, actos que explican esa realidad histórica son necesarios pues difunden la auténtica memoria histórica. En esta línea de pensamiento afirmo, invirtiendo la frase de Onésimo Redondo, al menos en mi caso, que en el fondo de todo combate cultural aparece una lucha política. Y, por tanto, este el modo en el que un profesor más que un político, que es como ahora me siento, trabaja en la defensa y difusión de unos ideales y unos valores. Por ello parte de mis libros o mis artículos, que son objetivos, porque se basan en la búsqueda abusiva de una documentación que los sustente y que ha sido hurtada, consciente o inconscientemente, ni son neutros, ni buscan la equidistancia, ni se avergüenzan, ni reniegan, ni se escudan en perdones permanentes o descafeínan un pasado del que algunos nos sentimos orgullosos, de la vida de unos hombres, como los en este libro biografiados colectivamente, a los que tenemos la obligación de homenajear y reivindicar.

Lo anteriormente apuntado es la simiente que ha dado luz a La vida por José Antonio. No ha sido, y debo subrayarlo, por decisión y mérito mío, sino del editor, de Miguel Ángel Vázquez, que con premura y poco tiempo para realizarlo, me encargó este libro sobre los falangistas asesinados, sobre los que dieron la vida por José Antonio, no solo por sus ideas sino también físicamente al intentar liberarlo de su prisión alicantina.

Vuelvo a esas preguntas que en ocasiones me han hecho para que se comprenda mejor aquello que trato de transmitir con estas palabras que, a veces, hay que escuchar más allá de su enunciado: ¿Qué falta hacía hoy desenterrar estas historias? ¿Para qué tratar de ir contra la corriente y escribir un libro sobre héroes sencillos y azules, sobre todo azules, que según algunos de sus teóricos seguidores, aunque de forma mínima, combatieron en el bando equivocado, en una guerra equivocada que vitolan, desconociendo o no queriendo asumir sus razones, en lenguaje del adversario, como “incivil”? ¿Para qué escribir este libro heterodoxo, que además te va a marginar, cuando se debiera estar mirando a las preocupaciones de los españoles de hoy?

Y mi respuesta, ante estos recurrentes interrogantes, vuelve a ser la misma: quienes así opinan están, a mi juicio, equivocados. Por edad, aunque yo haya pasado por ello con la velocidad de un leve sarampión, muchos de aquellos con los que comparto generación, ingenuamente -¡Ah, la ardorosa ingenuidad, que diría José Antonio!-, cayeron en aquello de la necesaria desmitificación. Compraron, y muchos perseveran en el error, el mensaje envenenado del adversario ideológico; asumieron que tener héroes es malo; bajaron del pedestal, o al menos lo intentaron, a  Onésimo, a Ledesma, con la misma fruición con la que otros bajaban del mismo a los héroes de nuestra historia, sin darse cuenta de que sin héroes que lo sustenten y encarnen hasta perece el propio concepto de España, y sobre todo quisieron, y en ello andan no pocos, bajar de la altura heroica a José Antonio y lo importante, que es el mensaje, dejó paso a cosas que tienen escaso interés. Compraron el mensaje de que la mitificación, mejor dicho la conversión del hombre en arquetipo, es de por sí mala y solo conduce a la tergiversación y a la irrealidad.

Ahora, desde la altura del tiempo, tras haber contemplado los efectos demoledores de ese proceso, yo suelo oponer algunas preguntas: ¿Qué ha hecho el adversario? ¿Ha renunciado a los mitos, a los arquetipos, a los héroes que encarnan sus presupuestos ideológicos? El adversario ha hecho precisamente lo contrario. Ahí tenemos el ejemplo del Che Guevara, mitificado hasta la saciedad y convertido en icono permanente de la izquierda y también, por qué no decirlo, de parte de la derecha. El adversario ha hecho precisamente lo contrario de lo que nos proponía, porque lo que aspiraba era a sustituir los mitos, los héroes y los arquetipos por los suyos. El resultado: la Ley de Memoria Histórica. Y ha funcionado a la perfección. En el caso que nos ocupa, mientras algunos de los continuadores actuales de Onésimo, Ledesma o José Antonio, y de tantos otros como los protagonistas de este libro, los desmitificaban, los olvidaban (en algunos casos se convertían casi en una memoria molesta) y, sobre todo, se peleaban con su propia historia para borrar su contribución a la modernización social de España durante el régimen de Francisco Franco, el adversario jamás se peleaba con su historia y vivía en una permanente reivindicación de su pasado.

No es que yo sea un seguidor de Carlyle, ni del modo histórico del XIX, pero es evidente que la política, las ideas, también se encarnan en hombres; que ahora que tan de moda está en algunos ambientes eso de lo “identitario”, algunos no perciben que esa identidad se encarna también en hombres, que en toda construcción ideológica los arquetipos humanos son necesarios para la aproximación sensitiva, aproximación al ejemplo que conduce a la reflexión y a la interiorización del mensaje. Aunque se pretenda ignorar constituyen esos arquetipos, esos héroes, el primer escalón de identificación. Y por ello el adversario ha contribuido y buscado la demolición y la autodemolición de esos arquetipos. ¿Es que no vemos ante nuestros ojos, como se han utilizado esos “héroes”, esos “luchadores por la libertad”, que ha creado la “memoria histórica”, para atraer a importantes sectores de jóvenes españoles a una serie de ideas partiendo de algo que no conocieron y no vivieron? Por ello, yo estimo, aunque algunos insistan en que estoy equivocado, que nado contracorriente, que nosotros también tenemos derecho a reivindicar, en actos como este, con libros como este, nuestra Memoria Histórica, que es la de estos jóvenes que dieron la vida por José Antonio.

¿Tiene sentido político hoy esta reivindicación que hago de nuestra historia? La respuesta es simple y os la convierto en pregunta: ¿acaso no estamos cansado de escuchar que la crisis nacional que vivimos es una crisis de identidad nacional y que su origen está en la desaparición de todo aquello que transmite la idea y el concepto de España?

Volvamos, brevemente, las palabras hacia los escritos de Onésimo Redondo que cobran en mi relectura una interesante actualidad. Pedía Onésimo Redondo la constitución de un movimiento juvenil. Y no es baladí ese “juvenil”, porque asumía que la mayor parte de las generaciones posteriores a este estaban contaminadas por las tesis del adversario. La misión fundamental, angular, primigenia, de ese movimiento juvenil tenía que ser la de “rehabilitar el patriotismo”. ¿No vemos cómo hoy también existe una juventud, mínima, pequeña si queréis, que, de un modo u otro, por una vía u otra, tiene ansia de patriotismo, que se define simplemente como patriota?

Rehabilitar el patriotismo, desde la retórica hermosa, es la misión. Pero eso lo proponía cuando aún el patriotismo era en España, al menos, “una gloria de museo”. A diferencia de hoy, al menos estaba en los museos. Y continuaba: “¿qué nos han enseñado a nosotros, jóvenes amigos, de la Patria?”. Nada -contestaba-, salvo ese museo. Al menos, reitero, entonces, tenían el museo de héroes y gestas que encarnan la Patria y solo quedaba desempolvarlo, ponerlo al día, sacarlo de los estantes, para con él dar base -volvamos a Onésimo- a un “patriotismo robusto de FE y henchido de afirmaciones constructoras”. El patriotismo constructivo frente al patriotismo sensitivo. El patriotismo activo, el de la patria que se ama porque no gusta, el patriotismo perfectivo frente al patrioterismo en el que no pocos se embanderan.

En el fondo de las páginas de este libro lo que late es esta razón. Aun asumiendo que vamos contracorriente hemos querido sacar, no ya del museo en el que no están, sino del olvido más absoluto, a estos héroes que son ejemplo y acicate para preguntarnos: ¿Quiénes fueron? ¿Por qué entregaron su vida? ¿Cómo murieron? A estas tres preguntas respondemos, en esta presentación, de forma sintética con el escalón siguiente, con el objetivo práctico de ese movimiento juvenil que debía de rehabilitar el patriotismo, con palabras de Onésimo, basándose en el ideal de “reincorporar el pueblo [la gente que se dice ahora] a lo nacional” y por la necesidad de “construir un Estado que solo se justifica si sirve para fijar y mantener la España grande, libre y única”.

Ese movimiento de rehabilitación se instrumentalizó entonces en FE de las JONS y para su desarrollo, y con esto quisiera cerrar estas palabras, debía de asumir, según Onésimo Redondo, dos recomendaciones que, a mi juicio, tienen una permanente actualidad: primera, “lo que ocurre fuera es bueno para aprender y malo para importarlo”; segunda, “expulsemos a los bastardos que han hecho su fortuna política sobre la ruina del patriotismo”.

JOSÉ ANTONIO, con ánimo de adivinación

Si volviera a tomar la palabra…

Cada octubre, en un reiterado ritual -hasta estas líneas pudieran serlo-, a veces ajado, a veces trasnochado, quizás necesario, quizás innecesario, se acuerdan de aquella lejana fecha… ¡Cómo si nada hubiera acontecido desde entonces! Las mismas palabras… Olvidando los más que lo importante, lo trascendente, lo que debiera permanecer, es el fondo y no la forma; ignorando -¡cuán grande es la ingenuidad!- que el culto a la forma ha sepultado en no pocos hombres el fondo; teñidos en el recuerdo y el homenaje de una nostalgia de ideas apagadas, ecos lejanos de oportunidades perdidas. A pesar del tiempo, al final se repite, una y otra vez, el murmullo de las rememoraciones literarias, con prosa más o menos bella, de los renovados maestros en el arte del ensayo breve… La forma, la estética de las palabras, siempre acaba imponiéndose al fondo. Parece ser ese nuestro triste sino.

Nos gustan las frases rotundas. Esas que pueden esculpirse sin desdoro en mármol para aguardar ahí, petrificadas e inertes, una imposible eternidad; orladas, eso sí, con las justificaciones de quienes de tanto mirar hacia fuera no ha sabido dotarlas del hálito vital necesario.

Alzamos la voz, pero no escuchamos a aquellos que aún nos demandan, nos inquieren… aquellos que aún quieren saber algo de nosotros. Creemos en nuestra Patria como destino y como universalidad, pero acabamos entregándonos al más conservador de los nacionalismos. Antes que nada, España… pero nos dejamos seducir por la que no es nuestra España; a veces por miedo a que llegue este o aquel; en buena medida porque nos hemos dejado vencer por la mentalidad burguesa y su miedo a la pérdida de todo aquello que debiera ser superfluo; queremos ser revolucionarios y nos hemos hecho, sin saberlo, por debajo de las palabras conservadores.

La esencia era más importantes que la existencia; el fondo nunca fracasa, sí la forma. Teníamos algo más, precisamente todo aquello que se ha ido quedando por el camino: una mística, un discurso atrayente, el pulso de nuestro tiempo… no nos asustaba la modernidad ni la innovación. Fuimos heraldos de la rebelión de los inconformistas frente a la inexistente rebelión de las masas, que por ser masa carece de ese espíritu de contestación. Hoy, quizás en el camino hasta el presente, la forma y la retórica han sepultado todo eso bajo la losa de la incomprensión… sonamos a disco viejo de hace ochenta, cincuenta, cuarenta o treinta años. Reñimos más batallas con el pasado que con el futuro; nos hemos encerrado en las ebúrneas torres de la pureza y la autoconsunción y se nos ha olvidado lo esencial, ganar el corazón y la mente de nuestros compatriotas.

¡Cuántas veces hemos repetido aquello de que España había venido a menos por una triple división! La de los partidos -la casta, la corrupción, la partitocracia-, los separatismos y la injusticia social ¿Ha cambiado en algo el dictamen? Puede que los actores sean distintos pero el guión es el mismo.

Queríamos edificar un orden más justo pasando por encima de las miserias del capitalismo, detener la invasión de los bárbaros que con simpleza coyuntural identificamos con el marxismo o el comunismo, pero que anida en el corazón de los mercados, del capitalismo especulativo, de los poderes supranacionales y de la globalización. Hoy somos más ricos, vivimos mejor y hasta tenemos más oportunidades de promoción, pero las miserias sieguen siendo las mismas. Ya no hay lucha de clases, el marxismo anda en su último estertor y los sindicatos no dejan de ser educadas correas amarillas del sistema partitocrático -son la síndicocracia-. Ya no hay lucha de clase, pese a las consignas que a veces pululan por los panfletos de los antisistema amamantados y domesticados por el sistema. Hoy vivimos ya bajo la dualidad de la oligarquía de los de arriba con su clientela político-económica y los de abajo que somos casi todos y muy pocos parecen dispuestos a cambiar ese orden siempre y cuando puedan comportarse como consumidores felices.

Presentimos en el horizonte los destellos de la desazón del hombre-número-consumidor que no quiere seguir viviendo en la alienación sistémica. Hemos visto en nuestras calles y plazas a jóvenes y menos jóvenes entonando una canción que nos suena mucho aunque la letra y la música parezcan distantes. Recordemos que lo importantes es el fondo y no tanto la forma. Las formas son cambiantes, el fondo nunca. Hoy, una vez más, esos, los indignados, los descontentos, los rebeldes, comienzan a sentirse engañados y estafados pues les prometieron asaltar el cielo y los han sacrificados en el altar de los escaños. Sin embargo, el rescoldo aún late en quienes sueñan conscientemente con ideales por los que se pueda sacrificar la existencia.

Hemos sabido dar testimonio -nadie podría reprocharnos nada-, mantener un recuerdo; hemos seguido siendo, que no es poco, pese al canto de las sirenas en nuestro caminar hacia Itaca. Nos hemos dejado arrastrar hacia orillas que no eran las nuestras quizás abrumados por la desesperanza. En no pocas ocasiones hasta los nuestros o los próximos han pedido la «honrosa licencia»: «habéis cumplido, pero vuestro tiempo ha pasado». Incluso se ha pretendido el finiquito del rescoldo para salvar el arquetipo humano de quien ya solo es polvo bajo una losa, pero vive en la eternidad. Lo que, en el fondo, no es más que la última renuncia antes de la rendición definitiva.

Cierra el micrófono…

Después de lo anterior, por todo ello, quizás haya llegado el tiempo de aceptar el reto de ser aquella nueva aristocracia que para España demandaba José Antonio en sus escritos de la cárcel, la que sería capaz de levantar el espíritu de la rebeldía

Nota para el lector.- Este artículo, ahora con leves variaciones para su mejor comprensión, ha aparecido en la notable Gaceta de la Fundación José Antonio. Me pidieron un texto sobre lo que en un actual 29 de octubre diría José Antonio. En su estilo nunca faltó la crítica, amén del análisis de la realidad y lo propositivo. Seducido por la «maravillosa» dialéctica de Marx no obvió la autocrítica para sí -la autoexigencia- y para su movimiento. Evidentemente es casi siempre la parte más ingrata, quizás por ello me haya decidido a plantearla para motivar a la reflexión.

LA VERDADERA PASIÓN DE JOSÉ ANTONIO

Es curioso, pero en alguna ocasión me han preguntado ¿qué hubiera sido de José Antonio de no llegar a ser José Antonio? Dejemos a un lado el hecho evidente de que se hubiera convertido en un jurista excepcional. Si buceamos en su mundo interior a pocos se les podría hurtar la posibilidad de que hubiera desarrollado una fecunda carrera literaria. Yo creo, tras años de convivencia intelectual con la obra de Jose Antonio, que la renuncia a su vocación literaria, provocada por su dedicación a la política, es la que le llevó a cultivar esa corte literaria que posteriormente edificó su mito. Esa pasión late en sus discursos, en sus poderosas metáforas, en el singular estilo que quiso infundir a sus aventuras periodísticas. Sin tener presente esa pasión resulta muy complejo entender realmente a ese José Antonio que siempre tenía en su arsenal dialéctico una frase de hermosa construcción poética.

Se ha hablado mucho de su relación con Federico García Lorca, de su admiración por el poeta granadino y hasta de la influencia de su poesía en el adorno poético joseantoniano tal y como han subrayado buenos amigos míos, a pesar de mis puntuales desacuerdos, Gaŕcía de Tuñón y López Pascual. Lorca quizás fuera para José Antonio un modelo de lo que le hubiera gustado ser, poeta, dramaturgo, director y actor. Ello le atraía de su personalidad y por ello estimo que deseaba conocerle, charlar con él. Ahora un estudio, que espero poder leer en breve, confirma que tuvieron encuentros directos que debieron durar muy poco ya que se retrasan hasta febrero o marzo de 1936 y a mediados de mes José Antonio entraba en prisión para no salir jamás.

Es de sobra conocida la pasión literaria de Jose Antonio. Nos quedan un pequeño número de poemas a los que normalmente se ha prestado poca atención. Y resulta interesante que en la melancolía de la cárcel volviera a pergeñar algunos interesantes versos. Ahora sabemos, y así lo resalto en la tercera edición de «El último José Antonio», que preparó al menos tres novelas: la primera, muy conocida, titulada «El navegante solitario», que empezó siendo una insulsa comedia de enredo muy propia de la época, muy al gusto británico, que fue rehaciendo desde finales de los años veinte y sobre cuya reorientación final es imposible desligar la influencia de la princesa Bibesco -he anotado que esta es la base de la relación sobre la que tanto se ha escrito-; dos novelas de ensayo una titulada «Moisés», trasunto de cómo se auto contempla al final, como ese profeta que tras alumbrar el camino no verá la tierra prometida,y otra sin título de la que solo se conserva la propuesta de tema.

No es desconocida su pasión teatral, su presencia en los estrenos de la época, su querencia a Casona, los Machado y Lorca entre otros. Sus primeras armas literarias fueron las que dieron vida a un poema teatral, «La campaña de Huesca» que dirigió con doce años en una función para familiares y amigos. Nieves Sáenz de Heredia, Raimundo Fernández Cuesta y Pilar Primo de Rivera han dejado constancia de las funciones teatrales que José Antonio dirigía e interpretaba para su entorno. En una de aquellas conoció a Pilar, su gran amor, la muchacha a la que un padre obcecado por su usura de títulos prohibió su relación con el heredero de un marquesado de nuevo cuño. Y josé Antonio y Pilar se escapaban al vecino Museo del Prado para poder verse.

Sabíamos que José Antonio había actuado en funciones pero ignorábamos los detalles. Ricardo Fernández Coll, rastreando las noticias de sociedad de la época en la prensa, ha podido identificar las obras que llevaron al fundador de la Falange a los escenarios entre 1926 y 1927. El listado es largo y variado: «La segunda dama duende», adaptación de Ventura de la Vega con José Antonio en el papel del Conde de Orgaz; «El Carnaval» de Schumann; «Música en la caja de música» en el papel de don Juan; «Placita de Venecia»; «Nosotros» de Eduardo Cobián; «La Patria Chica» de los hermanos Quintero… Representaciones de tipo benéfico a las que incluso llegaron a acudir los Reyes. En ellas José Antonio hizo de actor y figurante, dato que avala esa pasión teatral que se escapa entre las líneas de una densa biografía.

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