La estantería del historiador

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RAPHAEL, una orquesta y una voz.

En un panorama musical marcado por el conservadurismo, por eludir el riesgo, por ser infinitamente comerciales, atreverse a ir contracorriente es toda una declaración de principios. La piratería, la banda ancha del todo gratis asumida como algo natural, el IVA cultural, ha obligado a los cantantes a volver al directo, a las largas giras, donde los trucos y arreglos de grabación no funcionan, o a refugiarse en los programas de televisión que generan la promoción necesaria para que el público acuda a los conciertos. Y cuando salen a la carretera se encuentran con quien siempre ha estado ahí: Raphael.

En los tiempos que corren ya es todo un atrevimiento –algo que tendremos que agradecerle– dejar a un lado la media docena de músicos que como mucho suelen acompañar a un solista para salir de gira con toda una Orquesta Sinfónica, unos setenta músicos. Algo que está al alcance de muy pocos. Dejar a un lado la clásica base de batería, metal, bajo y guitarras eléctricas, de teclados que lanzan los samples, no es fácil porque supone tener que cantar de otra forma…eso sí, para cualquiera menos para Raphael. Cantar con una orquesta sinfónica es actuar sin red, porque o bien el cantante acaba siendo un instrumento más, vencido en el tour de force que siempre se libra con ella, u obliga a los músicos a diluirse para que se le pueda escuchar. Pero Raphael está hecho de otra pasta.

Hace unas noches, pletórico de voz –una voz que el artista castiga sin piedad–, tuve la oportunidad –si pueden les aconsejo que no falten a la cita– de poder ver a Raphael, el de siempre pero ahora sinphónico, en la Plaza de Toros de Murcia, arropado por miles de personas. He escuchado/visto a Raphael muchas veces en el escenario, con la voz en las mejores condiciones imaginables y a medio gas, siempre impresionante, aún más cuando se enfrenta a las dificultades. Naturalmente ya conocía la grabación sinfónica de su último LP/CD (las dos cosas, porque Raphael también edita en vinilo) pero no es lo mismo el directo de una orquesta que escuchar, muchas veces de mala manera, un registro por muy digital que sea.

Pocos cantantes tienen un repertorio como el de Raphael apto para que una orquesta sinfónica pueda acometer esas piezas como pequeñas sinfonías. El repertorio de Manuel Alejandro y en ocasiones el de José Luis Perales lo permite, porque sus creaciones pueden transformarse en pequeñas sinfonías tardorrománticas de poco más de tres minutos con su gran base de cuerdas. Completa el círculo el modo de cantar de Raphael que es muy sinfónico, muy de movimientos, desde el Allegro moderato al Allegro con brío pasando por el Adagio, desde los piano a los forte, manteniendo esa fuerza escénica que le caracteriza a la vez que la modulación o la suavidad en los medios. Queda su potencia de voz, perfección en el fraseo –a Raphael se le entiende cada palabra sin problemas cuando canta– y la diversidad de registros (evidentemente ya no tiene aquellos falsetes de los dieciocho años, pero tampoco los necesita). Es también para la orquesta un lujo tocar con Raphael y no acompañar a Raphael, que es lo que hubieran tenido que hacer casi con cualquier otro cantante (solo se me ocurre hacer la excepción con Sinatra). El único problema para el director y la orquesta es ajustarse a los desplantes del cantante y sus paradiñas en la teatralización, pero hasta en eso Raphael es un profesional y controla perfectamente lo que algunos califican –en algo tienen que criticarle– como excesos. En vez de sus paseos, paradas y gestos amplios se funde con el micrófono como si fuera Edith Piaf. La orquesta con Raphael cantando puede ser poderosa, fuerte, rotunda, amplia, grandilocuente, porque puede hasta olvidarse de él –como hacía en muchas ocasiones Puccini al componer sus óperas–. La voz de un Raphael pletórico puede con setenta músicos tocando y por ello provocar el aplauso de los espectadores. Es un concierto de sonido limpio, equilibrado, envolvente. De esos que tienen momentos en los que retumba el cielo en la noche.

Solo habíamos escuchado a Raphael con orquesta en las viejas grabaciones de sus actuaciones en televisión, la orquesta está siempre en muchos de sus discos con un peso diferente, pero sus canciones brillan ahora de forma distinta en este sinphónico que esperamos tenga una segunda parte al menos en disco. Los arreglos de Fernando Velázquez sobre los temas de Manuel Alejandro y José Luis Perales, la dirección de Rubén Diez con la Orquesta Sinfónica de Málaga (perfecta) han dado otra patina a esos temas que solo pueden ser cantados por Raphael. Ese brillo especial que la música adquiere en los diálogos entre el cantante y la orquesta con el que nos obsequia en varias de sus creaciones. Diálogo que se ajusta como un guante de seda a la teatralización/interpretación que hace en cada canción; cómo este nos introducen en el drama, porque a pesar de las florituras de la voz de Raphael, la mayor parte de su repertorio más conocido conlleva gran parte de sufrimiento, de amores cortados de forma abrupta. ¡Qué momento mágico cuando la orquesta da los primeros compases de Cuanto tú no estás! Letra, música, voz y sonido se conjugan en esa desesperanza: “cuando tú no estás no siento nada”. La del amor quebrado por la muerte inesperada en juventud por dolorosa enfermedad. Y es que las canciones arregladas por Fernando Velázquez para su anterior disco suenan ahora maravillosas cuando se desprenden del sintetizador, la batería o las guitarras eléctricas. En carne viva o Qué sabe nadie reclaman eso, una orquesta. Hasta cuando teóricamente una sinfónica está en desventaja frente a la composición original es capaz de mejorarla musicalmente y dar a Raphael la oportunidad de brindarnos una recreación más impactante en temas tan comprometidos como Detenedla Ya o nos aclimate los ritmos en Mi gran noche o Estuve enamorado.

Pero las joyas son las joyas, o, mejor dicho, la música es la música. Esa maravilla musical y narrativa que es Desde aquel día. Esa cuerda romántica que se rompe para llevarnos casi a un vals en Qué tal te va sin mí, que Raphael canta con modulaciones e inflexiones. La orquestación rotunda de No, una antítesis al mismo nivel del conocido Don’t de Elvis, con el diálogo permanente con la orquesta, con esos arreglos casi de aria y esas cuerdas, con ese movimiento envolvente sobre un Raphael en increscendo constante con la entrada del viento. Raphael pide más orquestación y el director se la da mientras teatraliza casi sin moverse. El swing de Despertar al Amor con el juego entre la voz del cantante y la entrada de los instrumentos o todo el discurso musical de Te estoy queriendo tanto. Esa orquesta primaveral que nos invita casi a ver amanecer mientras escuchamos Si no estuvieras tú, una canción fundamentalmente optimista.

Con su actuación casi se podría escribir una biografía musical del artista español más importante, más permanente, porque parece haber rubricado con su voz el pacto entre Fausto y Mefistófeles. Todo está en sus canciones, su vida y sus modos. Soberbia la introducción de esa canción excelsa que es Yo soy aquel como arranque del concierto: Yo soy aquel y Yo sigo siendo aquel, Manuel Alejandro y José Luis Perales, son la declaración de principios de un cantante que lleva más de cincuenta años cantando al amor con ritmos distintos y que se empeñó en triunfar en el mundo cantando en español. Después están esas canciones que desgranan su periplo vital, canciones que merced a la orquesta alcanzan mayor dramatismo. Volveré a nacer, porque Raphael, aunque la vida con él siga en deuda, nunca se ha arrepentido de “pasar de la niñez a los asuntos, de pasar de la niñez a mi garganta”, de perder la adolescencia, de no poder perseguir a una muchacha hasta su casa; de la dureza y el sacrificio de una profesión en la que Un día más, “tras el aplauso llegará la soledad… en la distancia escucharé tu voz… que los niños han llegado un poco tarde… y que me quiere”. Un Gracias a la vida, que emotiva y desgarradoramente hace suyo en un solo con guitarra. El retador Qué sabe nadie, que es casi un bofetón al chisme y al gacetillero, a los que viven de la destrucción y no de la creación. Y esa composición de Bunbury (¡qué bien le sienta también la orquesta!), Ahora, que todo el público comprende, recordándonos que “ha decidido aplazar el final” al que parecía sentenciado hace unos años por su enfermedad, y que lo que le queda es “una canción, un teatro y a ti”. Pues Raphael, más allá de los escenarios, es un hombre de familia, enamorado de la misma mujer cuya relación se asoma en el fondo de muchas canciones como Solo te tengo a ti: “eternamente tuyo… solo te tengo a ti y todo lo demás son cosas de la vida… tu alma es parte de la mía… que a veces con mis cosas olvido darte un beso, y entre ausencia y ausencia se nos escapa el tiempo”.

Pero, no era suficiente. Dos horas cantando y aún es capaz de dejar que la orquesta nos de los primeros inconfundibles toques de una de las arias de óperas más famosas del mundo, el emblema de Enrique Caruso, Vesti la giubba de Pagliacci de Leoncavallo, que el malogrado Waldo de los Ríos orquestara para Raphael. Impresionante en la escena, pletórico de voz, capaz de dejar en silencio una Plaza de Toros, porque él, como el faraón de Camas, es el maestro. Lo que hubiera dado por escucharle con esta magnífica orquesta malagueña Ave María o Cierro mis ojos. Impagable Raphael porque si hace décadas, en sus comienzos, se empeñó en dignificar en España su profesión, entonces encerrada en el estrecho margen del cantante para bailes al que pocos hacían caso, abriendo los conciertos para este tipo de música, hoy vuelve a sentar plaza con toda una sinfónica para recordarnos que, además de ser un intérprete, es también un gran músico.

UNA ESTRELLA LLAMADA RAPHAEL

Se ha escrito que Raphael, probablemente la gran estrella española de la música pop, si es que se le puede calificar de pop, de la canción melódica, aunque me temo que la fuerza de sus interpretaciones le lleva más allá de esa calificación (escuchen su potente versión de Adoro y ya me dirán), nuestro crooner/chansonnier patrio por excelencia, a sus 71 años está viviendo una segunda juventud musical plasmada en el arranque de su nueva y maratoniana gira que se ha iniciado en España, después le llevará a Hispanoamérica, a EEUU y, si el cierre a la importación no lo impide, a la mismísima Rusia.

Nuestra estrella musical por antonomasia ya no es sólo el cantante de unas fans que han ido añadiendo años a la cuenta de la vida a su compás, sino que está consiguiendo algo tan difícil como romper las barreras generacionales. Cuando muy pocos se atreven a versionear, en su línea musical, alguna de sus canciones (el resultado suele ser lamentable porque sus creaciones, pese a todo, resultan inimitables y las voces no resisten comparación alguna) son artistas jóvenes, algunos independientes, los que reivindican a nuestro particular divo musical con reinterpretaciones a su estilo como han hecho Vega (grande cantando Mi gran noche), Elefantes, Alaska, Niños Mutantes o Miss Cafeína. Toda una generación, libre de prejuicios, ha redescubierto a Raphael y este ha revisado en su gira anterior y en la presente el repertorio que le encumbró. Porque más allá de ser aquel cantante que tanto sufría en sus letras de amor, también existe otro Raphael juvenil de canciones desenfadas y vitalistas (impagables Estuve enamorado de ti, A pesar de todo o Todas las chicas me gustan) como la España del desarrollo que en los años sesenta aparecía en el mundo para decir: “Oiga que yo estoy aquí”.

Raphael es Raphael sobre las tablas de un escenario, en directo. Ya he perdido la cuenta de las veces que he acudido a uno de sus conciertos en los últimos veinte años, el último hace unos días en San Javier (Murcia), después de su apabullante éxito en el festival indie de Sonorama, aunque, como casi todos los de mi generación, le recordemos de cuando éramos niños cantando por Navidad su célebre Tamborilero. Ahora sus conciertos son una mezcla variopinta, pese al precio de las entradas -el alto IVA cultural está haciendo mucho más daño a la música que la piratería-, de seguidores donde te puedes encontrar a veinteañeras que cantan a dúo con el cantante canciones tan bellas como Cierro mis ojos o Cuando tú no estás probablemente porque echan de menos en la música actual ese tipo de composiciones; que cantan a pleno pulmón Mi gran noche o que también entonan como himnos -algo que han remarcado los nuevos arreglos- Qué sabe nadie o En carne viva.

El secreto de por qué engancha Raphael es simple: no vas a escuchar a un cantante. Él es, ante todo y sobre todo, un intérprete, un actor de la canción en el que se hace moderno todo el influjo de las grandes cantantes de la copla hispana, desde Juanita Reina a Marifé de Triana, capaces de interpretar una vida o una historia en cuatro minutos. Su show es eso: la salida a escena de un artista que está casi tres horas solo en un escenario. Cuando los cantantes llegan a cierta edad, cuando la garganta no responde como antes, además de la técnica y de las tablas, recurren a la orquestación, a los coros que les cubren, a los artificios… Raphael, sin embargo, es solo una voz que se impone a un cuadro de soberbios músicos, porque seguir a alguien que coloca la letra cuando quiere, sometiendo el ritmo del compás al ritmo de la interpretación, un poco al estilo de Sinatra, requiere grandes acompañantes. En cada actuación, pese a conservar una increíble potencia en la voz, Raphael se la juega, el espectador asiste a un endiablado tour de force, entre el artista y sus éxitos, porque sus canciones requieren un tremendo esfuerzo vocal y cuando, como le pasa a los grandes, como le pasa ahora a los Rolling Stones, en algún momento se quiebra se recupera para dar un salto mortal aún más difícil. Resulta curioso ver cómo consigue levantar los aplausos y gritos con sus desplantes, con esos finales en los que exhibe la potencia de su voz como Elvis movía sus caderas. Y eso es lo que cautiva.

Raphael ha conseguido lo más difícil, ser el artista imperecedero por el que no pasa el tiempo. No es el ajado cantante que se sube al escenario para cantar sus viejos éxitos, para entonar sus himnos generacionales a sus seguidores de siempre; sigue grabando, pese a la dictadura de las compañías discográficas frente a las que ahora -algún productor se debe estar tirando de los pelos por su deseo de jubilarle- actúa con absoluta independencia y sus discos se venden como rosquillas por plataformas como itunes (número tres en ventas al ponerse para la reserva con dos meses de antelación a su salida).

Además, Raphael es un artista de vida privada intachable; con una familia que no se ha roto -como las de casi todos los cantantes-, que está al margen de la basura que provoca la vida de la farándula, que vive en España y que paga sus impuestos en nuestro país. Ha triunfado cantando en español y tiene la virtud de caer bien. En alguna ocasión, al principio de su carrera, cuando se convirtió en estrella internacional en poco menos de dos años tras fichar para Barclay, se planteó la posibilidad de cantar en inglés, pero su planteamiento fue: “Si los Beatles triunfan cantando en inglés porque no voy a triunfar yo haciéndolo en español” (nota que deberían tomar los productores de los muchos programas buscadores de estrellas en los que se empeñan en que los aspirantes canten de forma continua en inglés para un público que después va a ser básicamente español). Pero es también un pedacito de la historia reciente. Fue estrella internacional del Beirut reluciente de los sesenta, destrozado hoy por las estúpidas y suicidas jugadas geoestratégicas. El cantante cuya biografía pulveriza el mito de la España aislada que hasta triunfo en la URSS cuando el comunismo estaba en todo su esplendor e hizo que los rusos -más bien las rusas- comenzaran a estudiar español para entender las letras de sus canciones. El cantante de la España del desarrollo que despertaba enormes envidias cuando le invitaban a aquellos festivales de Navidad que organizaba la mujer de Franco en los que se daban puñetazos por actuar los que luego preferían borrar aquello de sus biografías para acabar pareciendo que el único que actuaba era Raphael. El cantante que sufrió, pese a ser una estrella, vetos increíbles. El que en España asentó la idea del concierto de música pop. El artista que ha llenado los grandes templos de la música mundial. Y, sobre todo, la banda sonora de millones de españoles que prácticamente lo consideran de la familia. Porque ¿quién no tenía un disco de Raphael en casa?

Raphael es hoy nuestro particular Mick Jagger pero también nuestro Stallone que sigue en las taquillas como si estuviéramos en los ochenta demostrando a los que han hecho de la juventud única edad con visibilidad estética que se han equivocado. Raphael es la demostración palpable, cuando casi todos se han prácticamente jubilado, de que los viejos rockeros nunca mueren… Todo eso y mucho más es esta estrella que, como el mismo entona, sigue siendo aquel.

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